La señora Julianez me invitó un café y me pidió que la esperara en el living. Lo recorrí con brevedad, observando decenas de portarretratos y cuadros llenos de rostros ajenos y alegres. Mi idea era obtener la información que necesitaba, beber el café e irme lo antes posible. Fue entonces cuando apareció el olor. A juzgar por el aroma, lo que estaba preparando para su almuerzo estaba podrido y no quería que me invitara a comer. Cuando apareció y me ofreció la taza, el olor era nauseabundo y no pude ni acercar mi nariz a la taza. La dejé en una mesita baja y esperé en silencio. Me señaló un gran sillón y me senté. Era duro e incómodo. El relleno estaba apelotonado porque se sentía irregular. Me comentó muchas cosas a las que no pude prestar atención. El olor era tan penetrante que tenía que respirar por la boca y concentrarme en no vomitar. Me dio los papeles que necesitaba y me dijo que a su esposo le hubiera gustado conocerme, porque yo le recordaba a él. A pesar de ser un comentario incómodo, cometí el peor error al consultarle qué le había pasado.
-Se fue. Hace años que se fue. Me dejó. Y se llevó a mi hijo. Bueno, se fue con él. Hasta el perro se llevó.
Me pareció triste y la pena hizo que soportara el hedor y quisiera hablar más. Me sentí mal por querer sacarle la información que necesitaba para mis trámites personales, pero no socializara con ella. Desvié la mirada y me concentré en las fotos. Allí vi a su marido, su hijo y el perro.
-Pero bueno, no quiero aburrirte con esas historias. Se fueron, todos me dejaron, pero tuve que seguir adelante. Como vos.
Yo asentí. Soporté una arcada y tosí para disimular.
-Si había algo que a mi esposo le gustaba era que la gente que venía a casa se sintiera bien atendida. Me decía que siempre había que tener café listo, galletitas o bizcochitos para ofrecer. O unos mates. ¿Preferís unos amargos? La hospitalidad era su religión. -Desvió la vista a los cuadros y suspiró-. La verdad es que los extraño. Pero así son las cosas.
-Pero, ¿aún tiene contacto con ellos?
-No. Al principio dolió. Pero luego, sentía que los tenía en casa. Siento la presencia de todos. El padrecito me dijo que uno debe dejar atrás el dolor y continuar, pero, ¿cómo se procesa tantas muertes?
-Uh, perdón. Por un momento pensé que ellos se habían ido de la casa a vivir a otro lado o algo así.
Me sentí horrible por mi comentario.
-No, nene. Están muertos.
-Disculpe. Lo siento mucho.
La señora Julianez se puso de pie y fue hacia la cocina. Desde ahí me ofreció galletas, pero yo me negué.
-Perdón que sea tan insistente -dijo y volvió a sentarse en el sillón frente a mí-. Mi marido insistía en que la gente estuviera cómoda. ¿Estás cómodo, nene?
Le dije que sí, a pesar del olor horrible, el incómodo y duro sillón y el ambiente claustrofóbico que imperaba.
-¿Escuchaste, Ernesto? Está cómodo.
Por un momento, pensé que aquello era producto de un luto sin fin, pero su gesto era otro. Enarcó las cejas y miró la taza de café que yo no había tocado.
-Al final, tu insistencia dio frutos. Hiciste que el chico se sintiera cómodo.
Entonces me di cuenta que no miraba la taza, sino mis piernas, a la altura de mis rodillas. En el cuero del almohadón del sillón había una rajadura cocida con un hilo negro grueso. La costura era deficiente y se veían los espacios sin cocer. Metí un dedo y comencé a escarbar.
Una corriente helada recorrió mi espalda cuando descubrí varios ojos blancos y sin brillo, mirándome.
(Publicado en "La ciudad, después..." y en la antología "Cuentos escondidos", 2020)
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