viernes, 18 de agosto de 2017

MI GUÍA



Me di cuenta que las ciudades no son lo que parecen ser. Todas, de algún modo, esconden ese secreto en el que se basa su supervivencia.
Lo descubrí una noche cuando sonó el teléfono interno de mi oficina y una voz de mujer me pidió que bajara hasta la recepción. Cuando bajé el último pel­daño noté que la joven estaba tan preocupada como lo había expresado su voz. Con sus dedos largos y delgados señaló el sector de los sillones. Yo giré y lo vi: era Quique. Estaba sentado, leyendo un diario y fumando. Su cómoda postura en el sillón de cuerina negra me dio a pensar que era dueño de una total libertad que ni siquiera mi propio jefe jamás conseguiría.
-No sé quién es –dijo la chica con un gesto de asco. Su exagerado maquillaje me remitió a una muñeca de porcelana-. ¿Viste el olor que tiene? Le dije que no podía fumar acá y prendió el cigarrillo igual. No sé cómo sacarlo.
-Y sí, es Quique –le respondí serio y sin quitar la mirada a ese gracioso per­sonaje.


Aunque muchas personas me habían hablado sobre Quique y sus andanzas por toda la ciudad, nunca había estado tan cerca de él como en ese momento. Se asemejó al día que vi a través de la vidriera del Bar Mónaco a Jorge Lanata y no me atreví a saludarlo. Sin embargo, esa noche me animé. Me acerqué y me acomodé a su lado. Él me miró con seriedad y luego me ignoró volviendo la vista al diario.
-¿Cómo anda, Quique? –le pregunté tratando de ser educado. Él produjo un gruñido y luego agitó su mano derecha debajo del mentón como si yo estuviera fastidiándolo-. Venga, vamos a fumar afuera.
Quique se levantó de mala gana luego de tirar el diario sobre la mesa ratona y salimos. Afuera hacía mucho frío, pero a él no le molestaba. Me di cuenta que si me quedaba en la puerta querría entrar de nuevo, entonces, extendí mi brazo invitándolo a caminar y salimos del edificio.
La caminata fue tranquila y silenciosa. Aunque ninguno de los dos dijo una palabra, me pregunté en qué estaría pensando Quique… en qué pensaba todos los días, yendo de un lado a otro siempre con la misma ropa, mendigando ci­garrillos y visitando toda clase de personas, infaltable a los actos patrios y los izamientos dominicales.
Y esa noche fría de mayo, mientras caminábamos con pasos lentos, planeé ir hacia el centro, cruzar la plaza San Martín y dejarlo por ahí. Pero él giró por la calle Errázuriz con rumbo a la José Ingenieros. Lo acompañé hasta el Complejo Cultural y allí intenté despedirme, pero con un gesto determinante casi me ordenó que siguiera caminando junto a él. Le convidé un cigarrillo y el aceptó. Bordeamos el parque del Complejo, cruzamos la calle José Ingenieros y caminamos hacia el Hospital Regional para entrar por la Guardia. Apagué mi cigarrillo antes de entrar pero él lo hizo pechando las puertas como si fuera el director del nosocomio con el cigarrillo entre los dedos.
En la sala de espera había diez personas, algunas con expresión de fatiga. Había viejos y una mujer con sus tres hijos, un bebé en brazos y dos niños que corrían alrededor de las sillas llevándose por delante a las personas mientras ella los retaba en voz baja e interceptaba de la patilla al mayor.
-Quédense quietos, carajo.
Al lado, un hombre sostenía en la cabeza un paño empapado con sangre mien­tras la que parecía ser su mujer revisaba papeles de la obra social dentro de una cartera gastada.
-Eh, usted, hágale caso a su madre, ¿no ve que está sola con el bebé?
En la ventanilla sólo había una mujer para atender todos los reclamos. El aire estaba viciado de sufrimientos, olores y virus. Quique se colocó al lado de las máquinas expendedoras de gaseosas y golosinas al tiempo que yo permanecí a su lado.
-Señora, le digo que me duele mucho, no puedo esperar –dijo un hombre a la mujer que daba los turnos. Los otros miraron hacia allí mientras la mujer que atendía respondió algo que no alcancé a escuchar-. ¿Cuánto? No, señora, no puedo esperar tanto. Me dan puntadas…
Resignado, el hombre se dirigió tambaleante hacia donde estábamos Quique y yo.
Se abrió la puerta y asomó la cabeza un médico. Quique se abalanzó sobre el hombre que se había quejado y lo hizo chocar contra el médico. Ambos miraron a Quique con desprecio. Entonces él se golpeó el pecho, apretó la lengua con los labios, infló los cachetes produciendo un sonido de pedo y extendió los brazos a los lados con las palmas abiertas indicando que ese hombre estaba grave. El mé­dico entendió el gesto y le preguntó al hombre cuál era su problema. El paciente le describió sus dolores de pecho que apenas lo habían dejado llegar al hospital y el doctor lo ingresó inmediatamente para atenderlo de urgencia.
Todos en la sala vieron la escena de cómo ese hombre les robó el turno, pero nadie vio lo que hizo en realidad Quique. Yo sí. Quique asintió, pestañeó a su manera y caminó hacia la puerta para salir a la calle.


Corrí hasta alcanzarlo ofreciéndole otro cigarrillo que él aceptó y nos aleja­mos por la calle 25 de Mayo en dirección al centro.
Caminamos por la calle Errázuriz hasta Alvear. Comencé a advertir que la gente me miraba con incomodidad, sobretodo las mujeres que siempre le tu­vieron asco y miedo. Yo avanzaba por la vereda junto al personaje del pueblo, alguien totalmente desinhibido y desprejuiciado que parecía ser el dueño de la ciudad. Quique olía a pis, a caca y otros olores que no pude identificar.
Seguimos caminando. Quique se detuvo en la vidriera del edificio de la Muni­cipalidad y leyó los carteles adheridos a la pared. Yo también me puse a mirar. “Este sábado Encuentro Santiagueño, en la UPCN. Habrá empanada criolla y vino patero. Damas gratis”. “Me perdí. Me llamo Firulay y llevaba un collar rojo con mi nombre grabado en una chapita. Llamá a mis papis al teléfono 423…”. “Curso de metafísica avanzado. Las siete leyes y la Tabla Esmeralda. Domingo 15 hs. Hotel Comercio. Entrada libre”.
Continuamos caminando, hasta detenernos frente a la Catedral, y entramos. En el lugar había dos personas rezando, cada una ensimismada en sus plega­rias. Quique se sentó junto a la más próxima a la entrada. El hombre pareció despertarse con el mal olor y reconoció a Quique de inmediato, entonces aferró las manijas de un bolso para irse, pero Quique lo sujetó de un brazo. Con los dedos de ambas manos formó una figura rectangular, señalando el bolsillo de la campera del sujeto. Había caído en el mismo encantamiento que yo: seguir sus órdenes. El tipo hurgó en los bolsillos, extrajo un billete de veinte pesos y se lo ofreció. Quique negó con la cabeza, gruñó y volvió a reproducir la figura geométrica, insistente, señalando el mismo sitio. El hombre buscó otra vez y extrajo una fotografía, que miró con obsesión.
Ahí estaba yo, con Quique, en una iglesia, y con un hombre que contemplaba a cuatro mocosos en una foto y empezaba a llorar. Este padre desesperado miró a Quique y agachó la cabeza.
Mi guía se puso de pie. Avanzó un par de pasos como para irse, pero se arre­pintió. Retrocedió rápidamente, y, con un gruñido, le señaló nuevamente el bol­sillo. El sujeto, inseguro, extrajo el billete y Quique lo hizo desaparecer en el aire, yéndose por donde había venido.


Pensativo, salí de la Catedral. No encontré a Quique. Miré mi reloj y, por la hora, me acordé que estaba fuera del laburo. Corrí por la plaza San Martín, crucé la calle Maipú y media cuadra antes de llegar a mi trabajo, sonó mi celu­lar. Me detuve y atendí sabiendo que se trataba de mi jefe. Atravesé la calle sin mirar a los costados y sentí que alguien me jalaba hacia atrás, con un gran poder. Vi cómo mi teléfono volaba por el aire y sentí el golpe contra el duro asfalto. Sólo pude ver las luces de un auto, escuchar su asustado bocinazo y el ruido del teléfono celular haciéndose pedazos.

Me quedé allí mirando la calle, sin poder creer que estaba vivo, y miré hacia atrás. Con pasos lentos, Quique se alejaba. En su mano brillaba la luz fosfores­cente de un cigarrillo que yo le había dado. 


(Publicado en el libro "Ruinas del alma", 2010)

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