Una vez me perdí en un bosque.
Estaba bien perdido y condenado.
Escribí en mi libreta: “Hace más de diez horas que estoy perdido y
parece que no hay día en este lugar. Tengo mucho frío y estoy hambriento. No
hago más que pensar en los sánguches de milanesa que dejé en la mochila, en la
habitación de la cabaña”.
Luego de lograr dormir un poco, sentí unos pasos.
Ya han pasado más horas y sigo perdido.
No hago más que devorar algunas de las hojas de mi libreta para
pasar el hambre, pero están cayéndome mal… si sólo tuviera salsa golf…
Estoy convencido de que estoy en el infierno, porque casi ha
pasado un día y el sol nunca apareció. En este lugar no existe el día ni el
calor.
Tendré que inspeccionar el bosque en busca de algo, lo que sea,
aunque caminar en la oscuridad es muy difícil.
“Caminé mucho, otro poco me arrastré, pero no encontré más que
hojas, yuyos, ramas de sabor extraño y de árboles muy altos; los gusanos que
desenterré del pantano me cayeron peor que las hojas de mi libreta”, anoté.
Aquellos pasos que había sentido parecían ser parte de mi locura.
Estoy confundido.
Grité, pero nadie respondió.
Me quedé apoyado en un árbol y descansé hasta que sentí unos
pasos. Luego, cuando me concentré, sentí un chillido. Aquello que caminaba en
la oscuridad, era comida viva. No tendría un horno en mi estómago, pero lo que
fuere que estaba allí tendría que procesarse por las buenas o por las malas.
Entre las ramas de un gran árbol, se filtró la luz de la luna y vi
a una liebre corretear por ahí. Tomé una roca que descansaba a mi lado y le
partí el cráneo de un solo golpe. Sentí el chillido que dio final a su suerte y
dio comienzo a la mía.
Me acerqué a mi comida y me encontré con otra persona.
Un grito retumbó en el bosque: el mío. Pero el otro, un infeliz
que sufría igual destino, no pareció sobresaltarse.
Dios parecía seguir bendiciéndome con su tétrico baño de
desgracias: yo era mudo y el tipo no sabía leer.
¿Eh, tú, lector, qué más necesitas que demuestre tu Señor? ¡Tu Señor me odia, eso es
seguro!
Cuando me preguntó si estaba perdido, asentí. Hasta ahí no hubo
problemas.
—Me llamo Ismael, ¿y vos?
Tomé mi libreta y empecé a escribir mi nombre, pero el tipo me
detuvo diciéndome que no sabía leer. Alcé los brazos hacia el cielo y luego
los dejé caer disgustado.
Compartí con él la liebre y seguimos caminando.
Ismael y yo (él me llamaba “Amiguito”), tratamos de encontrar la
salida, pero mientras más caminábamos, más nos perdíamos. Intentamos seguir el
curso de un río, pero no pudimos ya que nos topamos con un sistema de gargantas
de piedra, cuyas paredes eran inestables y profundas.
Tal vez habrán pasado tres días, en los que comimos algunos hongos
y raíces que nos dieron más hambre. Ismael tenía que levantar la voz por el
rugido del agua cayendo, velozmente, en los cañadones de piedra, y la
oscuridad, en vez de disminuir, aumentaba su intensidad, haciendo casi
imposible la clara visión de nuestras caras. Aturdido, yo ya empezaba a mirar a
mi compañero como un montón de jugosa carne fresca, cuando nos encontramos con
un tipo, que, al parecer, estaba tan perdido como nosotros. No me importaba su
historia, mientras sepa bien.
—Eh, ¿estás bien? –le preguntó Ismael, ayudándolo a ponerse de
pie.
—¿Quiénes son ustedes?
—No te vamos a lastimar. Nosotros también estamos perdidos.
El tipo clavó la mirada en mí y me señaló.
—Él es Amiguito.
Pero aquella presentación pareció alterar más al extraño.
—Ustedes me quieren matar.
—Calmate, por favor –gritó Ismael, perdiendo la poca paciencia que
tenía—. Si te quedás con nosotros, podemos salir todos de acá.
A Ismael y a mí el hambre nos devoraba; a él le temblaban las
manos y se notaba su lucha por ser civilizado. A mí la transpiración me bañaba
la frente y no podía soportarlo más. Ambos nos miramos. Mi compañero luchaba
contra sus impulsos.
—Ustedes me quieren comer –dijo el extraño y comenzó a correr.
Con un rápido movimiento, Ismael le arrojó un pedazo de piedra
volcánica que dio justo en su cabeza. El impacto fue certero, haciéndolo caer
pesadamente sobre un colchón del musgo.
Sentados uno frente al otro, comenzamos a comer. Usábamos piedras
filosas para cortar ropa y machacar huesos. En medio de la oscuridad, sentía el
chasquido de unos tendones cediendo ante mis mordidas. Mientras masticaba,
hilos de saliva caían por las comisuras de mi boca y podía percibir olor a
hierro de la sangre fresca. Los sonidos del bosque se enmudecieron ante
nuestros jadeos y eructos. En la voracidad de mi hambre, devoré trozos de ropa
y, quebrando un hueso, se me quedó una astilla entre las muelas. La moví con la
lengua y la escupí. Mi mandíbula comenzaba a entumecerse y el estómago me
dolía. Suspiré y me arrojé de espaldas al musgo.
Cuando desperté, vi todo con claridad. La luna estaba rodeada por
nubes oscuras y esponjosas y los árboles bailaban al compás del viento. Ismael
dormía. Ambos teníamos la misma hambre y encontrar la salida podía llevarme
tiempo. Por suerte, yo desperté primero. Ahora, vi, nítida, la piedra volcánica
sobre el suelo vegetal. El cráneo de Ismael se rompió como una nuez y apenas
pudo mover las manos. Cubrí los cuerpos con ramas y me erguí sobre mis piernas.
Miré alrededor y en la lejanía noté que la oscuridad era menos densa. Allí debe
estar la salida, me dije.
Cuando llegué al claro tuve que usar mi mano de visera porque el
fulgor del día me lastimaba los ojos. Allí había un sendero. A lo lejos pude
ver el pico del Fitz Roy, y un círculo monótono de cóndores dibujándose frente
a las montañas.
Voy a tirar la libreta para que alguien la encuentre y conozca
cómo desaparecieron de mí los últimos rastros de humanidad.
Mientras anoto el fin, en dirección a donde dejé mi comida,
escucho el rugido de un puma.
Debo ir a defender mi territorio.
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